Hace poco me propuse a terminar una novela. Un logro no menor en la vida de cualquier persona que trae consigo, naturalmente, un peso considerable. Construir una novela requiere de muchos factores, tanto técnicos como estéticos. No quiero menospreciar a cualquier autor que, con lágrimas en los ojos, ha logrado terminado un libro (mucho más que la mayoría de los novatos, incluido yo), pero creo que hay una carencia evidente en las habilidades de varios escritores contemporáneos, si se me permite tremenda aseveración.
Y es que la escritura ha mutado tanto o más como los lectores en la época de la alta información y creo que eso se debe al nulo esfuerzo que tenemos en nuestra vida. Y lo veo claro en varias facetas de la humanidad. Nos alejamos del esfuerzo, evitamos sin dudar situaciones que impliquen sacrificios de tiempo o, peor aún, sacrificar el foco por más de 20 minutos seguidos. Y eso le pasa factura a la literatura y muchos otros medios de comunicación prehistóricos que se están adaptando al mundo contemporáneo.
La literatura pasó de convertirse en el único medio de distracción allá al comienzo de la imprenta, a ser parte de una especie de alta cultura que ponía estándares altos para pertenecer. No podías ser un escritor a mediados de los 20s o 30s si no escribías alta literatura. Pero una serie de cambios en el siguiente decalustro pusieron en la mira conceptos grandilocuentes que ejercieron una evolución de la literatura.
Ahora, puesto el contexto, diseñar una vida resulta casi parecido a diseñar la arquitectura de un libro. Tienes acaso algo en mente, algo que te incomoda, alguna cuestión que no puedes responderte a la ligera, así nace una semilla para comenzar a crear un libro. Y podría parecer sencillo en este punto, pero resulta espeluznante cuando analizas la información que tienes en mente y los huecos que necesitas complementar. Pensar en el hilo conductor es parte fundacional, pero la arquitectura de la novela lo determina todo. La claridad de una definición adecuada requiere un esfuerzo grande por poner en orden ideas, englobar y abstraer y trabajar consistentemente determinando qué recursos son los más apropiados para navegar en el caos que significa escribir un mamotreto. Y ahí es donde colindan ambas ideas. La escritura está evolucionando, en mi opinión, a huir de una arquitectura que navegue por sendos prados y nos mandan a montes con cientos de matorrales. Y justamente encuentro ahí una carencia de tecnificación donde nuevos autores venden sus novelas como “polifónicas” buscando crear capítulos cortos o incluso llenando el libro con conversaciones que solo aportan páginas inútiles para esconder que no existe una médula que sostenga todo.
Ahora, la arquitectura de la novela requiere un enfoque disciplinado buscando una coherencia lírica, prosística o narrativa que solo se ofrece en una vista holística del material final, evidentemente, poco factible al inicio de cualquier obra. Derivando entonces, que autores contemporáneos pecan del mismo problema que los lectores contemporáneos. No se relee el material y no se edita de forma enérgica, buscando en todo momento un corte final perfecto al primer borrador, algo aberrante para escritores como Flaubert.
La arquitectura de la vida es esencialmente eso. Escribir, leer, releer, cortar y volver a escribir buscando una especie de medula que sostenga la narrativa o la lírica. Buscar en todo momento reflexionar sobre los aspectos fulminantes de cada escena en nuestra vida, construyendo el camino que seguir, rastreando y detectando el siguiente capítulo por narrar. Lo única diferencia es que en la literatura tenemos una vista área de lo que sucede, mientras que en la vida, carecemos de menos pistas que el pasado.