Y así fue como eligió. No lo cómodo. Lo coherente.
No lo seguro. Lo significativo.
No lo perfecto. Lo vivo.
En su cabaña—sí, esa en el bosque, con libros desordenados, niños riendo, y olor a pan recién horneado—escribió sus últimos párrafos.
No de un manifiesto.
Sino de una vida.
Una vida con dirección.
Con riesgo.
Con impacto.
Con contemplación.
Y cuando ya no estuvo, no hubo monumentos.
Pero quedaron herramientas.
Quedaron preguntas.
Y sobre todo, quedaron personas que pensaban mejor… gracias a él.